Por Silverio José Herrera Caraballo
Por Silverio José Herrera Caraballo
En Colombia, cada semana parece revelarse un nuevo capítulo de un guion que mezcla improvisación, desorden institucional y la peligrosa cercanía del gobierno con estructuras criminales. Lo ocurrido recientemente con las supuestas infiltraciones de grupos armados al Ejército y la forma en que estos escándalos se conectan con el Departamento Nacional de Inteligencia (DNI) ha encendido alarmas en todos los sectores. Pero lo que ha sucedido en la Universidad de Antioquia —ese escenario donde la academia debería ser santuario del pensamiento crítico y no guarida de milicias urbanas— abre un frente aún más preocupante: un plan deliberado, o al menos tolerado, para permitir que actores armados y operadores ideológicos avancen en la toma de espacios universitarios bajo el disfraz de participación política y reivindicación social.
La figura clave de este nuevo escándalo es Wilmar de Jesús Mejía, funcionario del DNI y nombre que aparece repetidamente vinculado a entramados turbios dentro de la estructura estatal del gobierno Petro. Su presencia —directa o indirecta— en los episodios que comprometen la seguridad nacional deja claro que estamos ante algo más que hechos aislados. Pareciera existir una estrategia, cuidadosamente diseñada o peligrosamente tolerada, en la que se usa la inteligencia del Estado no para combatir amenazas, sino para permitir la infiltración de grupos afines al proyecto político del petrismo.
Lo que ha ocurrido en la Universidad de Antioquia es particularmente delicado. Las denuncias sobre la actuación de milicias urbanas, encapuchados y células urbanas vinculadas a grupos armados, no son nuevas; lo que sí es nuevo es la ligereza con que el Gobierno trata el asunto y la sospechosa conexión de algunos de estos movimientos con funcionarios estatales. La universidad, que debería ser un espacio donde la libertad de cátedra se defiende con rigor, se ve hoy convertida en escenario de acciones violentas y adoctrinamiento ideológico. No es casualidad que los ataques, infiltraciones y panfletos coincidan con políticas nacionales orientadas a generar una narrativa favorable a la “paz total”, esa fórmula que, en vez de desarmar a los violentos, parece darles alas, garantías jurídicas y beneficios políticos.
El punto crítico es este: las universidades públicas están siendo instrumentalizadas. Ya sea por omisión o por diseño, se han convertido en centros de adoctrinamiento donde grupos radicalizados encuentran refugio y legitimidad. Profesores que se presentan como defensores de causas sociales replican discursos que encajan perfectamente con la agenda del Gobierno; líderes estudiantiles, algunos con conexiones evidentes con estructuras ilegales, operan con total impunidad; y ahora se destapa que funcionarios del DNI, llamados a proteger los intereses superiores del Estado, podrían actuar como facilitadores de este entramado.
No se está hablando de activismo estudiantil ni de protesta social legítima; se está hablando de milicias urbanas, de estructuras clandestinas cuyos métodos no son el debate ni la discusión democrática, sino la intimidación, el control territorial dentro de los campus, la violencia y la creación de un clima de miedo que facilita la penetración ideológica. La Universidad de Antioquia ha sido durante años un espejo deformado de esta realidad, pero lo que ocurre hoy supera lo tolerable.
El país entero recuerda cómo, durante décadas, guerrillas como el ELN y las FARC utilizaron las universidades para reclutar jóvenes, difundir propaganda y esconder estructuras logísticas. La diferencia hoy es que el Gobierno, en vez de combatir esos fenómenos, parece coincidir políticamente con ellos y minimizar sus riesgos. Y cuando un Gobierno se alinea con quienes históricamente han atentado contra el Estado, el resultado es el que estamos viendo: caos institucional, desprestigio de la Fuerza Pública, ataques a la moral militar, y ahora, la permisividad ante milicias que avanzan en espacios académicos.
El escándalo del DNI no puede verse como un hecho aislado. La infiltración de grupos armados en el Ejército —tema que en cualquier país serio habría provocado renuncias inmediatas y capturas masivas— se maneja en Colombia como si fuera un simple error administrativo. Mientras tanto, los verdaderos afectados son los oficiales honestos, los soldados que arriesgan su vida y la ciudadanía que queda a merced de un Estado debilitado.
Si un funcionario del DNI aparece involucrado en estos líos, si las universidades muestran señales de presencia de milicias urbanas, si la “paz total” beneficia más a los violentos que a los ciudadanos, ¿qué otra conclusión queda sino que estamos ante un plan sistemático para desestructurar las instituciones desde adentro? Un plan que combina infiltración, adoctrinamiento ideológico, desprestigio de la Fuerza Pública y la construcción de un relato donde los violentos son presentados como actores políticos válidos.
El silencio del Gobierno frente a estos hechos es ensordecedor. La reacción no ha sido fortalecer la inteligencia, depurar los organismos o proteger la autonomía universitaria; ha sido atacar a quienes critican, desviar la atención y repetir un discurso cansino donde el enemigo siempre es “la derecha”, “el establecimiento” o “los medios hegemónicos”. Mientras tanto, los grupos armados celebran. Y las universidades, que deberían ser semilleros de excelencia, se convierten en plataformas de interés para quienes quieren sembrar ideologías radicales.
Es hora de que la ciudadanía, los rectores, los profesores verdaderamente comprometidos con la academia y, por supuesto, los organismos de control, exijan explicaciones serias. El país no puede seguir normalizando la infiltración armada, la manipulación ideológica ni el uso político de las universidades. Colombia ha sufrido demasiado como para permitir que viejos fantasmas regresen vestidos de modernidad y progresismo.
Porque si algo queda claro es que, detrás del discurso de inclusión, transformación y paz, hay una agenda profunda y peligrosa: tomarse las universidades, moldear la juventud políticamente y debilitar al Estado para que los violentos se presenten como redentores. Y ese es un lujo que Colombia no puede permitirse jamás.
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