Por: Silverio José Herrera Caraballo
Durante años, Gustavo Petro construyó su carrera política señalando, con vehemencia casi religiosa, que los bombardeos contra campamentos de grupos armados eran crímenes de Estado, actos desproporcionados, violaciones flagrantes a los derechos humanos y, según sus palabras, ejemplos de la “barbarie guerrerista” del establecimiento. Lo dijo en el Senado, lo repitió como candidato, lo sostuvo en debates públicos y lo amplificó en redes sociales. Cada operación militar ejecutada durante el gobierno de Iván Duque era respondida por Petro con una mezcla de indignación moral y acusación directa: el Estado, según él, era responsable de la muerte de niños reclutados por las mismas organizaciones criminales que él evitaba nombrar.
Hoy, como presidente en el ocaso de su mandato, Petro enfrenta el mismo dilema que tanto utilizó como arma política: la realidad del conflicto armado colombiano no cede ante discursos, no se conmueve con slogans de campaña, no se desarma ante la poesía ideológica de la “paz total”. Y, para sorpresa de quienes creyeron en la coherencia de su narrativa, el propio Petro ha debido ordenar bombardeos contra disidencias y organizaciones criminales que él mismo presentó como potenciales aliadas de una negociación global. La ironía es evidente: el hombre que acusó a su antecesor de la imposibilidad de evitar muertes de menores ahora enfrenta exactamente la misma circunstancia que él describía como una “opción moralmente condenable”.
Pero la contradicción va más allá del simple cambio de posición. Es una manifestación de un doble rasero político, una incoherencia profunda entre el Petro opositor y el Petro presidente. El primero exigía milagros. El segundo descubre que gobernar implica decisiones trágicas, que la protección de la población (incluidos niños, campesinos, comunidades desplazadas y líderes sociales) requiere acciones ofensivas contra grupos armados que no entienden de gestos simbólicos. Los criminales no se desmovilizan por decreto, ni entregan armas por convicción ideológica. Y las disidencias que Petro suavizó con un discurso contemplativo han seguido reclutando menores, extorsionando, asesinando y expandiendo su control territorial.
Por eso hoy resulta tan chocante escuchar al presidente asegurar que “asume cualquier responsabilidad”, como si se tratara de un acto heroico. Asumir responsabilidad no es valentía, es obligación constitucional. Él es el Comandante en Jefe de las Fuerzas Militares. No está realizando un sacrificio personal. Está cumpliendo (tarde) con el deber que la Constitución le impone: proteger a los colombianos, no a sus antiguos camaradas ideológicos ni a los grupos que él trató con guantes de seda en nombre de una paz que nunca tuvo sustento real.
La ONU y múltiples organismos internacionales de derechos humanos ya han expresado preocupación por la situación. Las advertencias son las mismas que Petro enarbolaba como espada contra el gobierno anterior. Pero ahora las minimiza, las relativiza, o simplemente las ignora. ¿La razón? Las responsabilidades ya no son un arma política, sino el peso inevitable de gobernar. El discurso moralista que antes utilizaba para atacar a Duque hoy lo persigue a él. Y en ese espejo, Petro prefiere no mirarse.
Lo más inquietante es la insensibilidad con la que ahora se refiere a la presencia de menores en campamentos criminales. En el pasado, cada niño muerto era prueba de la “crueldad del Estado”. Hoy, en su propio gobierno, pareciera que el cálculo es distinto. Ya no hay indignación. Ya no hay acusaciones. Ya no hay tesis morales infinitas. Ya no hay trinos furiosos. Y la explicación que algunos de sus seguidores esgrimen (“es que esta vez no son niños de Gaza, son colombianos”) revela una verdad incómoda: Petro ha instrumentalizado el dolor de los menores según su utilidad política.
Su reforma discursiva no es un acto de madurez sino una evidencia de que su política de paz total naufragó. Lo que él presentó como una visión innovadora terminó siendo un experimento fallido que fortaleció a grupos armados que supieron aprovechar su voluntad de diálogo como una ventana para expandirse. Mientras el Estado se acercaba con ofertas, las disidencias respondían con fusiles, minas y reclutamiento. ¿Resultado? Un país más vulnerable, un Estado debilitado y un presidente obligado a acudir a las mismas herramientas que satanizó durante años.
La contradicción política se agrava cuando observamos el estilo discursivo cambiante del presidente. En un día sostiene una postura, al siguiente la contradice, y en otro la reformula. Esta volatilidad (que algunos ya llaman los “siete pareceres de Petro”) demuestra que su proyecto no tiene claridad estratégica, sino impulsos ideológicos que cambian con las presiones del momento. Este manejo errático de la seguridad nacional ha dejado al país sin una brújula clara y a las Fuerzas Armadas sin respaldo político consistente.
Petro no solo enfrenta el reclamo de los organismos internacionales; enfrenta también la incredulidad de un país que observa cómo su presidente exige comprensión y margen de maniobra en circunstancias en las que él jamás se lo concedió a sus antecesores. Ese es, quizá, el punto más revelador del doble rasero: cuando gobernaba otro, la moral era absoluta; cuando gobierna él, la moral es relativa.
Y mientras tanto, los colombianos siguen en medio del fuego cruzado. Las comunidades rurales viven atrapadas entre estructuras criminales que no ceden y un Gobierno que llegó prometiendo transformaciones profundas y terminó improvisando respuestas tardías.
Hoy, Petro se encuentra exactamente donde criticó que estuviera su antecesor. Solo que esta vez no hay indignación mediática, no hay marchas promovidas por su partido, no hay discursos altisonantes en el Senado. La realidad lo alcanzó. Y la realidad, al contrario de la retórica, no perdona incoherencias.
Porque al final, el problema no es que Petro haya ordenado los bombardeos. El problema es que mintió al país cuando aseguró que había una forma alternativa para evitar estas tragedias. Hoy constatamos que esa “alternativa” nunca existió. Fue un discurso, no una política. Y mientras el presidente intenta justificar su silencio y su giro argumental, el país descubre que la paz total no fue más que una promesa sin fundamentos, una ilusión vendida con fervor y ejecutada sin estrategia.
La historia registrará que, frente a la misma circunstancia, Petro hizo exactamente lo que criticó. Pero lo hizo tarde, a regañadientes y sin la coherencia que exige un estadista. El doble rasero no es un error: es la esencia misma de su forma de gobernar.
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