Por: Silverio Herrerera. Abogado, Oficial (R) Ejercito Nacional, comunicador, asesor, consultor, investigador y analista en seguridad, convivencia ciudadana y orden público
A medida que el gobierno de Gustavo Petro entra en su etapa final, los desafíos en materia de seguridad y orden público parecen haber alcanzado su punto más crítico. Las promesas de “paz total” y una reforma estructural en las fuerzas armadas y de policía han derivado en un panorama fracturado: las expectativas iniciales de cambio dieron paso a una realidad marcada por desconfianza, improvisación y descoordinación.
Desde el inicio de su mandato, el presidente ha mantenido una relación ambigua con las fuerzas militares y de policía, casi que con desprecio. Por un lado, al llegar en el 2022 paso una afilada guillotina que cerceno el liderazgo y la experiencia ganada por muchos años de lucha antisubversiva y de entrenamiento, sin una excusa diferente a que él lo ordeno, porque si por el ministro de defensa fuera, la masacre hubiese sido peor, ambos con una ausencia absoluta de criterio, así mismo les ha hecho los desplantes jamás imaginados de parte de un comandante en jefe, las convocó a sumarse a su visión de cambio queriendo tratar de dejar pasar por alto su pasado guerrillero; por otro lado, descalificó sus acciones, reestructuró su cúpula y promovió una narrativa que no solo cuestionó su legitimidad histórica, sino que también debilitó su moral. Esto ha generado un ambiente de polarización interna: sectores de la oficialidad han mostrado “lealtad institucional” al comandante en jefe, mientras otros optaron por la resistencia pasiva, traducida en retiros masivos de oficiales subalternos y altos mandos que no comparten su agenda política.
Los últimos dos años han dejado una estela de descalabros que alimentan la percepción de descontrol en la seguridad. El aumento de masacres, asesinatos desmedidos de líderes sociales (ya nadie grita: nos están matando) el fortalecimiento de grupos armados como el ELN, las disidencias de las FARC y el Clan del Golfo, junto con el incremento en los indicadores de extorsión y secuestro, han dejado a las comunidades rurales en un estado de abandono alarmante. Paradójicamente, mientras los criminales se consolidan como actores de poder en regiones estratégicas, las fuerzas de seguridad se han visto desarticuladas en su capacidad de respuesta, limitadas por decisiones políticas más simbólicas que prácticas.
La reciente implementación de la “paz total” (que algunos califican de desorden total o de paz cocal) ha expuesto la fragilidad de una política que confunde concesión con negociación. Los diálogos con el ELN, por ejemplo, no han frenado sus actividades criminales; por el contrario, han fortalecido su capacidad operativa. Arauca, el Cauca y el Catatumbo se han convertido en epicentros de la violencia, donde las víctimas son testigos del fracaso de una estrategia que privilegia la retórica sobre los resultados.
En este contexto, el distanciamiento entre el gobierno y las fuerzas armadas ha sido notorio. La policía, por ejemplo, ha sido objeto de una reforma prometida que nunca se consolidó, dejando a sus miembros en una incertidumbre institucional permanente. La desmotivación es palpable: mientras los agentes enfrentan el crimen en las calles, sus esfuerzos son opacados por un discurso gubernamental que prioriza la reconciliación con los victimarios antes que la protección de las víctimas, pero algo si hay que decir, todo esto con la anuencia de un reencauchado director totalmente leal a la causa del mandatario.
Por otro lado, el ejército ha mantenido una postura más cautelosa, con algunos sectores adaptándose a las directrices presidenciales y otros manifestando, en privado, su inconformidad. El nombramiento de comandantes alineados con el proyecto político del presidente ha generado divisiones internas, erosionando la cohesión tradicional de la institución (en esta fuerza también hubo un reencauche de comandante) Las críticas abiertas hacia ciertos sectores de la fuerza pública, señalados por violaciones a los derechos humanos, han sido un punto de quiebre en la relación.
El reto para la etapa final del mandato no es menor. Si el gobierno no logra reconstruir la confianza con sus fuerzas armadas y de policía, la seguridad nacional seguirá a la deriva. Reforzar el liderazgo civil sobre las instituciones castrenses no significa deslegitimarlas, sino integrarlas a un proyecto de país donde su papel sea claro, respetado y eficiente. Además, será indispensable replantear las políticas de negociación con grupos armados, estableciendo líneas rojas claras que eviten concesiones que pongan en riesgo la soberanía del Estado.
El reloj avanza y la historia no suele ser indulgente con los mandatarios que descuidan la seguridad de su nación. Para Gustavo Petro, los próximos meses serán definitivos: podrá rectificar y buscar un legado de estabilidad, o sucumbir ante los mismos errores que han marcado la primera parte de su gobierno. En sus manos está decidir si quiere pasar a la historia como el presidente que dejó en ruinas el orden público, o como aquel que, en el último minuto, comprendió que gobernar también significa saber escuchar a quienes custodian la seguridad del país.