Por Silverio José Herrera Caraballo
Denunciamos desde estas glosas el grave deterioro de la seguridad en las carreteras colombianas de cara a las festividades de navidad y fin de año, señalando la violencia sistemática de grupos armados y la permisividad de un gobierno que, en nombre de la “paz total”, ha cedido control territorial, dejando a los ciudadanos, transportadores y la economía nacional a merced del terror.
Las festividades de Navidad y fin de año, tradicionalmente asociadas al reencuentro familiar, la esperanza y la reconciliación, hoy se viven en Colombia bajo una sombra de miedo e incertidumbre. Las carreteras del país (arterias vitales para la economía, el abastecimiento y la movilidad de millones de ciudadanos) se han convertido en escenarios de violencia sistemática. No es una exageración cuando los transportadores las llaman, con dolor y rabia contenida, “las carreteras de la muerte”. Lo que ocurre en ellas es, quizás, la radiografía más cruda del deterioro de la seguridad nacional.
En las últimas semanas hemos sido testigos de hechos que creíamos superados: quema de buses y camiones, voladuras de puentes, bloqueos armados, atracos masivos, secuestros y amenazas directas a quienes simplemente intentan trabajar o llegar a casa. Cada vehículo incinerado no es solo una pérdida material; es un mensaje de terror, una advertencia de control territorial y una demostración de poder por parte de grupos armados ilegales que hoy actúan con una osadía alarmante.
Lo más grave no es únicamente la acción criminal, sino el contexto político que la rodea. Estos ataques no se producen en un vacío institucional, sino bajo la mirada de un gobierno que ha optado por una política de permisividad disfrazada de diálogo. La llamada “paz total” se ha convertido, en la práctica, en una paz unilateral donde el Estado cede, retrocede y calla, mientras los narcoterroristas avanzan, se fortalecen y atacan a la población civil sin consecuencias reales.
La narrativa oficial insiste en que estamos en un proceso de transformación histórica, pero la realidad en las carreteras contradice ese discurso. ¿Qué transformación es esta donde los transportadores deben encomendarse a la fe para salir a trabajar? ¿Dónde las familias temen viajar en Navidad por el riesgo de quedar atrapadas en un retén ilegal o en medio de un ataque armado? El Estado parece haber renunciado a su deber esencial: garantizar la vida, la libertad y los bienes de los ciudadanos.
La economía también sangra. Cada vía cerrada o destruida encarece los alimentos, retrasa el comercio y golpea con especial dureza a los más pobres. El transportador que pierde su camión lo pierde todo; el pequeño comerciante que no recibe su mercancía quiebra; el campesino que no puede sacar su producción ve frustrado su esfuerzo de todo el año. Así, la violencia en las carreteras no es solo un problema de seguridad, sino un ataque directo al tejido social y productivo del país.
Resulta indignante que, mientras esto ocurre, el gobierno mantenga una actitud complaciente con los victimarios. Se suspenden operaciones militares, se reducen acciones ofensivas y se envían mensajes ambiguos que terminan fortaleciendo a quienes viven del crimen. Cada concesión sin resultados verificables es interpretada por los grupos armados como una señal de debilidad. Y en Colombia, la debilidad del Estado siempre ha sido el combustible de la violencia.
No se trata de negar la importancia del diálogo como herramienta política, sino de exigir que este no se haga a costa de la seguridad ciudadana. La paz no puede construirse sobre la humillación de la Fuerza Pública ni sobre el abandono de los territorios. Un gobierno que protege más a los criminales que a sus ciudadanos pierde legitimidad moral y autoridad institucional.
En estas fechas, mientras el país debería hablar de esperanza, hablamos de miedo. Mientras otros países celebran, Colombia entierra víctimas y contabiliza pérdidas. Y lo más doloroso es la sensación de déjà vu: la amarga certeza de haber regresado a épocas que creíamos enterradas. El incendio de un bus en una carretera no es un hecho aislado; es el símbolo de un Estado que ha perdido el control y de un gobierno que parece incapaz (o renuente) a ejercerlo.
La indolencia oficial se refleja en la falta de respuestas contundentes. No basta con comunicados tibios ni con llamados abstractos a la paz. Se requiere presencia real del Estado, decisiones firmes y respaldo irrestricto a quienes arriesgan su vida para proteger a la nación. Cada día de inacción es una victoria para el terror y una derrota para la democracia.
Colombia no puede normalizar esta barbarie. No puede aceptar que viajar sea un acto heroico ni que trabajar en carretera sea una sentencia de muerte. La Navidad y el fin de año deberían ser tiempos de unión, no de luto. Pero mientras el gobierno siga confundiendo diálogo con claudicación, y paz con impunidad, el país seguirá transitando por carreteras marcadas por el fuego, la sangre y el abandono.
Hoy más que nunca, es legítimo preguntarse: ¿quién gobierna realmente los caminos de Colombia? Porque mientras el Estado duda, los violentos avanzan. Y ese es un lujo que la nación no puede permitirse.
You’ve reached your free article limit
support FP by becoming a subscriber and get unlimited access to every story.
ALREADY SUBSCRIBER? LOG IN