Por: Silverio Herrerera. Abogado, Oficial (R) Ejercito Nacional, comunicador, asesor, consultor, investigador y analista en seguridad, convivencia ciudadana y orden público
UN COMANDANTE EN JEFE QUE MAS PARECE SU ENEMIGO
El presidente de Colombia, desde el primer día de su mandato, ha demostrado un desprecio evidente hacia las Fuerzas Armadas de Colombia, más palpable en la abrupta llamada a calificar servicios de un gran número de generales experimentados, pilares de la seguridad nacional. Lejos de reconocer el sacrificio y la experiencia que han llevado a nuestras fuerzas a ser consideradas entre las mejores de América Latina, el presidente ha sembrado la desconfianza y debilitado la moral de la institución castrense, pieza fundamental en la lucha contra el crimen y el terrorismo. Hoy, su “guillotina” de destituciones y reemplazos vuelve a caer, dejando al Ejército sin liderazgo efectivo ni autoridad moral.
Colombia atraviesa una situación crítica: el fortalecimiento de las guerrillas terroristas, el resurgir de carteles y el auge de organizaciones criminales en áreas que deberían estar controladas por el Estado. Sin embargo, en lugar de respaldar a las Fuerzas Armadas, el mandatario quien es a su vez su comandante general, ha reducido su capacidad de maniobra y cohesión, socavando su rol. Al parecer, su prioridad es acomodar su narrativa ideológica por encima de la seguridad y el bienestar del país.
Bajo el pretexto de construir la “paz total”, el gobierno ha entregado concesiones a grupos terroristas como el ELN, mostrándoles una puerta de indulgencia mientras estos se rearman y retoman el control de zonas estratégicas. Este debilitamiento del liderazgo militar no es casual; detrás de él yace una postura arraigada en su pasado guerrillero, quien ha sido históricamente crítico de la institucionalidad castrense. Al presidente le incomoda la fortaleza de unas Fuerzas Armadas comprometidas con la Constitución y con la protección de los ciudadanos, y su desdén se materializa en una política de humillación y desprecio hacia aquellos que, a diario, arriesgan sus vidas por la seguridad de Colombia.
Mientras tanto, los terroristas de antaño, aquellos que causaron estragos en el país durante décadas, se ven hoy beneficiados por prebendas y privilegios. Incluso se les conceden cargos de “gestores de paz” en un intento por legitimarlos. Este acto de blanqueamiento, lejos de buscar una verdadera reconciliación, manda un mensaje devastador: en Colombia, los que asesinan y secuestran terminan premiados, mientras los soldados y oficiales ven sus carreras y sacrificios destrozados. El presidente ha desmontado la confianza en nuestras Fuerzas Armadas, reemplazando líderes valientes por figuras dóciles y cercanas a su visión ideológica, promoviendo así unas FFMM y Policía sometidas y debilitadas, pero aún más que eso desmotivadas y desmoralizadas.
La ironía de este escenario es que, bajo el mandato del cambio, el país “ha cambiado” pero de rumbo y ha pasado de ser un modelo de operatividad y eficacia militar a uno donde las Fuerzas Armadas son relegadas a una postura de subordinación y silencio. La estrategia presidencial parece clara: anular el espíritu combativo de nuestros soldados, mientras el terrorismo se fortalece y perpetúan sus intereses.
El presidente, quien debería liderar la defensa y la unidad de Colombia, se convierte así en el enemigo más implacable de sus propias Fuerzas Armadas. Y mientras sigue recortando el liderazgo y la capacidad operativa de aquellos que juraron defender la patria, Colombia queda expuesta, con un gobierno que abandona su deber de proteger a su pueblo y su territorio, entregando al país en manos de quienes siempre han buscado destruirlo.