Por: Silverio José Herrera Caraballo Abogado, Oficial (R) Ejercito Nacional, comunicador, asesor, consultor , investigador y analista en seguridad, convivencia ciudadana y orden público
Cuando creíamos que Gustavo Petro no podía superar sus propios desatinos, el presidente nos sorprende nuevamente con su capacidad de cruzar límites en su lenguaje y actos. Esta vez, el blanco de su artillería verbal han sido los congresistas que hundieron su segunda y nociva reforma tributaria, tildándolos de "malditos". El tono de sus declaraciones no es solo ofensivo; es un reflejo de su incapacidad para aceptar los contrapesos que le impone la democracia y un intento descarado de polarizar aún más a la sociedad.
Petro no es el primer presidente en enfrentarse a un Congreso que no le es afín, pero sí uno de los pocos que, en lugar de apelar al consenso y la diplomacia, opta por un discurso grosero, incendiario y divisivo. La incitación al odio desde la cúspide del poder no solo es irresponsable; es peligrosa. Los legisladores representan a millones de colombianos que votaron por ellos, y atacarlos con semejante virulencia es también un ataque a la ciudadanía.
No contento con sus habituales desplantes, el presidente decidió sumar otro error a su larga lista: el nombramiento de Daniel Mendoza como representante diplomático en Tailandia. Si bien este hecho ya es criticable, lo que resulta aún más aberrante es la defensa misógina e irrespetuosa que Petro hizo del nombramiento, cargada de un lenguaje que denigra a las mujeres y al país entero. Mendoza, un personaje más conocido por su polémica que por sus credenciales diplomáticas, parece ser el ejemplo perfecto de cómo el gobierno premia la lealtad política y el servilismo malsano y de un sectarismo ideológico en lugar de la competencia.
El problema de fondo no es solo el lenguaje soez o los nombramientos cuestionables, sino el mensaje que envían estas acciones presidenciales, las mismas, que aunque ya no nos sorprenden, cada vez nos llenan más de indignación ya que demuestran un desprecio absoluto por las instituciones, las normas y la decencia que deberían caracterizar a un jefe de Estado. Petro no ha dejado de comportarse como el candidato perpetuo, utilizando cada oportunidad para dividir, señalar culpables y esquivar sus propias responsabilidades.
Colombia necesita un presidente, no un agitador de balcón. Petro debe entender que, aunque su elección esté manchada por denuncias de irregularidades y corrupción, fue elegido para gobernar, no para despotricar ni justificar lo injustificable. Sus acciones recientes no solo erosionan la confianza en su mandato, sino que también debilitan aún más el tejido social de un país ya fracturado.
Es hora de que Petro asuma su rol con la seriedad que exige la Presidencia. Si quiere pasar a la historia como algo más que el presidente de las "k-gadas", debe abandonar el espectáculo de la confrontación y dedicarse a gobernar con respeto, decencia y compromiso real con todos los colombianos, por lo menos por el tiempo que le queda. El país lo necesita, aunque él parezca no querer entenderlo.
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